23.3.06

¿Qué se debe?


¿Qué se debe?
FERNANDO SAVATER
EL PAÍS - Opinión - 23-03-2006

De vez en cuando nos llaman por teléfono o nos llega una carta con el jubiloso anuncio de que acaba de tocarnos un apartamento con vistas al mar: ¡enhorabuena! Naturalmente, las personas con experiencia sabemos ya que el supuesto regalo no es tal y que aceptarlo nos saldrá a la postre más caro que comprarlo de nuestro bolsillo. Siento una sensación parecida al escuchar el comunicado de ETA (es un detalle tierno que por primera vez sea una paloma, digo una mujer, quien lo lee) en el que anuncia su alto el fuego permanente. Se le viene a uno a los labios la pregunta guasona y legendaria de Josep Pla tras recibir no sé qué condecoración: "¿Qué se debe?".

Primero, aclaremos las cosas. Este alto el fuego no es una concesión graciosa de ETA, que finalmente ha comprendido lo abominable de sus crímenes, sino una conquista de la democracia española, que tras una larga lucha policial, legal y cívica, ha logrado arrinconar y desactivar el terrorismo. Es una victoria de la sociedad, pero no de toda por igual: los que han luchado son quienes no se dejaron intimidar ni persuadir por los violentos ni sus portavoces, los que han mantenido la necesidad de cumplir las leyes y de aplicar estrictamente la constitución, los que no fueron engatusados por los embelecos de la "voz del pueblo" y han defendido los derechos de la ciudadanía; es decir, los políticos que firmaron el pacto antiterrorista así como la Ley de Partidos, y no los que se opusieron a ambas cosas, los jueces como Garzón o Grande-Marlaska, y no los que les acusan de intransigencia derechista, los periodistas que tuvieron que irse de Euskadi porque no les dejaban vivir, y no los que se quedaron haciéndose los valientes porque criticaban a la Guardia Civil, quienes salieron a la calle para defender el Estatuto vasco y la Constitución, pero no quienes los denunciaron por crispar a la sociedad, etc. A cada cual lo suyo. Que ahora no se pongan medallas quienes nada han hecho en serio contra ETA: si fuera por ellos, ETA hubiera dejado las armas mucho antes, desde luego, pero por haber ganado ya la partida y no por haberla perdido, como ahora.

En segundo lugar, ETA y los nacionalistas que la apoyan (y que se apoyan en ella, no lo olvidemos) pretenden que, ya que acaba la violencia, acabe o quede entre paréntesis también todo lo demás. Mañana en Euskadi no habrá terrorismo; por tanto, admitamos que no hay tampoco instituciones democráticas, leyes ni Constitución española. Hasta nueva orden, todo debe quedar entre paréntesis. Partamos de cero, olvidemos el pasado (sobre todo los crímenes, que suelen tener desagradables secuelas penales) y convoquemos mesas de partidos o de sectas, asambleas de barrio, lo que sea con tal de dar voz en pie de igualdad a quienes han asesinado y a quienes han resistido. Hagamos un referéndum preguntando a la gente con discreción si quieren que vuelvan los de la partida de la porra con la porra en alto o se resignarán mejor a verlos en las instituciones públicas tratados como a próceres. ¿Encarcelar a Otegi o a gente de su bando? ¡Por favor, las circunstancias han cambiado, que se lo piensen los fiscales! Si Al Capone jura que su banda no asaltará más bancos, sería de mal gusto pasarnos la vida recordándole los que ya asaltó. Estamos en la última fase de la imposición mafiosa: ETA extorsiona a empresarios y a eso se le llama "impuesto revolucionario"; ahora, en nombre de la ETA ya caduca, Batasuna y tantos otros nacionalistas tratan de extorsionar al Estado de Derecho, y para llamar a eso tienen otro eufemismo: "diálogo".

No deja de asombrar la naturalidad con que hoy todos los medios de comunicación asumen tranquilamente que, claro, Batasuna es el brazo político de ETA. Ayer, decir eso mismo o defender la ilegalización de Batasuna era como ser compañero de armas del general Mola y de Tejero. ¿Cuánto tardaremos en asumir que los nacionalistas, con Ibarretxe a la cabeza, al exigir la supresión de la Ley de Partidos, la mesa petitoria al margen del Parlamento, el referéndum, etc., están solicitando para ETA las concesiones estrictamente políticas que el Gobierno se ha comprometido a No hacer y que la mínima decencia política prohíbe? O sea, que cierto nacionalismo ni sabe ni quiere desligarse de los fines de ETA, como tantas veces hemos dicho algunos despertando santas indignaciones..., y de sus métodos sólo se desligan ahora, cuando ya no dan los resultados apetecidos. Pues bien: no. Ahora es el momento de la firmeza y de la unidad constitucional. Sólo faltaría que lo que hemos defendido ante las armas, lo cediésemos ante la palabrería de quienes no tienen más remedio que renunciar a ellas. Para la pregunta "¿qué se debe?" no hay más que una respuesta: nada de nada de nada. Y el resto, que lo pidan por favor.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

18.3.06

Una Rosa sin partido


El “pelmazo bipartidismo” (termino acuñado por el, sin embargo, muy bipartidista Juan Cueto, a partir del omnipresente “bipartisanship” anglosajón), parece estar en su mejor momento, si es que en España alguna vez lo tuvo peor. Existe un bipartidismo de utilidad para el gobierno y la alternancia, que tiene éxito en la mayoría de democracias, pero el bipartidismo español (y el que incipientemente ahora experimentan sociedades menos ensimismadas en las propias miserias, como la estadounidense) sale del ámbito práctico para convertirse en un molde que distorsiona toda la realidad social, sin utilidad alguna, salvo la del mantenimiento de ámbitos sectarios. Es su carácter excluyente su aspecto más destructivo; pero la exclusión del rival no significa que traten de buscarse posiciones distintas. En el bipartidismo pelmazo ambas partes actúan igual, solo se busca que el sentido de dichas posturas y actitudes sea el contrario a las del oponente: podemos llamarlo “pensamiento especular”, no de especulación, sino de espejo (ver Sobre reflejos y catástrofes especulares).

Pero siempre existen personas que en la política pueden actuar de fermento de las trazas de pensamiento independiente que pugna por abrir un tercer ramal al discurso especular. Tiene Rosa Díez un aura que la proyecta de entre el insulso magma de los políticos españoles. La atracción que ejerce en tan diversos sectores solamente puede ser explicada por cualidades de animal político, pues Rosa no es otra cosa. En Rosa Díez a la intensidad y al número de dichas cualidades, que son el baremo del político de nuestro tiempo (humildad, cercanía, simpatía, espontaneidad, claridad en los mensajes), se unen otras más raras e, incluso, preciosas: indocilidad y valentía frente al medio hostil, incluido el medio interno del partido. Mal funciona un sistema político que pueda prescindir de una “Rosa de las dos Españas”.

16.3.06

La mochila número trece


FICTIONS-FACT(ION)S

Galdosiano episodio nacional
Thriller Clancyano sin Ryan
Hitchcockiano Mc Guffin
Mc Guiveriano cable suelto
Mágicas Manntañas lejanas
Woodyallenesca y electoral bola de partido

MADERAS (arborícolas)

Peras Del Olmo
Las Acebedas
La “Vera”Cruz
Guardia “Mora” policial

SU(B)MARI(N)OS

El abuelo fue picador
Callejón conection
Caravanas, sin Ellington
El pozo del Tío del Mundo
Barberillos de Lavapiés
Apoptosis de la célula

3.3.06

Trece entre mil


¿Cómo decir que una película sea necesaria? Si se postula un tipo de cine que facilite la reflexión sobre aspectos morales, la película de Iñaki Arteta, Trece entre mil era absolutamente necesaria. Es la total soledad de esta película en el panorama cultural español la que la hace imprescindible, pues si hay pocas películas que traten el terrorismo de ETA, ninguna había que tratase el dolor de las víctimas. ¿Por qué, si el cine siempre está en busca de temas poco frecuentados y la sociedad española dice solidarizarse con estas víctimas? La respuesta es sencilla y breve: miedo.

Y es que la valentía del director y de sus colaboradores les convierte de cineastas en héroes cívicos que afrontan represalias y se juegan la vida (muchos de las personas que han trabajado en la película figuran solo con sus iniciales en los títulos de crédito). Estos autores se han declarado en rebeldía frente a la tibia posición del mundo oficial de la cultura. Dice Arteta que entre miles de horas de cine español, los noventa minutos de su película son los únicos dedicados al drama de estas personas. Pero la valentía de Arteta deja en evidencia la ambigüedad o la cobardía de los que no se atrevieron a aproximarse a la herida causada a estos ciudadanos, por ello no puede esperar ningún reconocimiento de parte del “stablisment” cultural, incómodo con su mala conciencia ante el drama del genocidio perpetrado contra un pueblo silencioso.

No sería acertado considerar a Trece entre mil una película política, su dimensión está en el terreno moral, nadie podría decir si por detrás hay un planteamiento de derechas o de izquierdas: aquí no procede tal cuestión. Y hay que ensalzar la honestidad con la que se ha dejado al espectador extraer sus propias conclusiones. No es a las ideas políticas a las que se da el protagonismo, éste es de los familiares de trece víctimas de ETA, y son sus historias las que van golpeando la conciencia del espectador que rara vez las había escuchado de boca de sus protagonistas.

Las entrevistas a las victimas construyen la película; sus historias impresionan como fogonazos de verdad que despejan cualquier posible reticencia crítica ante este planteamiento. Nadie puede dudar de lo real que son los sentimientos que se consigue destacar en el montaje, desde dentro del correctísimo comedimiento con el que las víctimas se expresan. Las atrocidades sucedieron hace años (la mayoría en los años ochenta), y recordamos haberlas visto en su día, y se reconstruyen con las narraciones de los entrevistados y secuencias de imágenes de archivo o con otras de cine o video doméstico. Pero no es solamente una película sobre la realidad del pasado, sino que la película “es” la realidad misma, pues los efectos de la tragedia están presentes en el momento de la entrevista, como lo han estado cada uno de los días que las víctimas han vivido a partir del asesinato. Con un planteamiento sencillo y ausencia de artificios cinematográficos discurre la película, sin narrador, sin apenas subrayados musicales que resultarían innecesarios para señalar al espectador nada que no esté ya palpitantemente presente en las secuencias de entrevistas. Impera en todo momento el punto de vista de las víctimas. Únicos actores de la película y únicos protagonistas.

Los causantes de las tragedias, los terroristas y sus cómplices, no aparecen en ningún momento. De esta manera la película consigue el efecto clásico de las películas de terror, en las que no se ve al monstruo asesino, aunque sí el mal que causa y el clima de terror generalizado que ocasiona. Pero una película documental sobre testimonios de víctimas del terrorismo es muy distinta de una película de terror: sin intriga, pues ya sabemos de antemano que la atrocidad fue cometida, el horror llega al espectador cuando las propias víctimas reconstruyen el atentado que padecieron irradiando a la pantalla todo el desgarro actual de esas vidas. Como la historia del chofer de un militar que fue ametrallado hace más de veinte años y ha llegado a los 77 años tal como quedó después de sobrevivir al atentado: paralizado, en medio de insoportables dolores y abandonado por todos. La sencillez con la que este hombre nos cuenta el atentado y cómo se siente “un pedazo de carne con ojos”, es recogida con una fidelidad documental única.

Hay otro elemento para el horror en la película, cuando se desvela que los criminales y su entorno goza de suficiente impunidad para seguir escarneciendo a las víctimas, como en el caso de Pilar Elías, la viuda de un cargo electo asesinado por un terrorista a quién él había salvado la vida, y a la que luego los criminales intentaron mutilar con un explosivo. Se siente un inquietante horror al recorrer las calles de Azkoitia con Pilar Elías, que es ahora concejala y dice: “no hay nadie que quiera más a este pueblo”; en ese pueblo debe vivir como una reclusa, siempre con guardaespaldas y medidas de seguridad, sin saber dónde y cuándo intentarán otra vez matarla.

Los testimonios de las víctimas plasman un retrato íntimo del pueblo que es otro logro del filme. Pocas veces hemos visto en el cine la realidad del sencillo pueblo español tan desnuda como en estas historias contadas por familias normales de clase media o por “los pobres” (como se define la madre de una niña asesinada en una casa cuartel). No es cómodo ver esta película, después de contemplar la inmensidad del dolor de las víctimas no podemos eludir la sensación de vergüenza y culpabilidad por el abandono con el que han tenido que continuar sus vidas: vivieron el silencio cómplice de un entorno social repugnantemente sectario (“algo habrá hecho”, frase para la antología de la infamia) y también la desatención de las instituciones y de la sociedad española. Si en la película asoma una esperanza es que está comenzando a despertarse una nueva solidaridad de la sociedad con las víctimas del terror.

Al tomar distancia y buscar cine realizado fuera de España que trate el terrorismo y sus consecuencias, vemos en cartelera una interesante película, Munich, de Spielberg. A diferencia de Trece entre mil, Munich se narra desde el punto de vista de quienes cometen los actos de terrorismo y no es un documental, aunque intente muchas veces conectar con el realismo de los documentales. Es más pertinente, sin embargo, recordar que el mismo Spielberg se había involucrado en la realización de una serie de documentales para la preservación de la memoria de las víctimas del holocausto nazi, con el propósito de que no se olvide aquél drama y poder educar en la tolerancia; constituyó a tal fin la Fundación de la Historia Visual de los Supervivientes de la Shoah, y es con esos documentales con los que “Trece entre mil” puede compararse. En los documentales de la Fundación de Spielberg también es el punto de vista de las víctimas de un genocidio (ya muy ancianas) el que hace avanzar las películas: son los testimonios de los supervivientes acerca del clima de antisemitismo que se fue sembrando antes de la Segunda Guerra Mundial y los padecimientos que sufrieron durante la misma y con posterioridad. También en estas películas la reflexión se deja para el espectador.

Creo que esta comparación que propongo es ajustada. Algunos (fundamentalmente los partidarios del terrorismo, pero también los denominados “equidistantes”) pueden poner el reparo de que no se abordan en Trece entre mil todos los puntos de vista, pues no aparece el de los terroristas. Estos serían los partidarios de un documental de hace tres años, que quería tratar “el conflicto vasco”. El director de aquel documental, en el que los terroristas tenían voz, dijo explícitamente que su intención era salvar la cara a la ideología de la que había surgido el terrorismo etarra que, según él, estaba siendo linchada injustamente, y que él quería la paz. Hay que decir que es evidente que éste no se jugó la vida como Arteta al hacer su película, pero que sí consiguió el aplauso del mundo oficial vasco, el de una parte del mundo cultural y el de los situados en planteamientos de relativismo o de complicidad con el terrorismo. Después de ver Trece entre mil podemos pensar: ¿es legítimo un afán de equidistancia? ¿Esos confusos criterios morales que exigen escuchar a todos, también nos llevarían a poner los testimonios de los nazis y el de los justificadores del holocausto junto al de sus víctimas?

Esta crítica en inglés en Internet Movie Database